Invencible
Menos mal que de pequeña su madre le había enseñado a sonreír no sólo con la boca sino con los ojos.
Y eso mismo es lo que había estado haciendo todo el día mientras pasaba los productos por el escáner de la caja. Tomates, garbanzos, latas de atún, papel higiénico…
Ya no decía: “¡El siguiente!”. Decía: “Hola, ¿cómo está?», sonriendo con una mirada amplia, de oreja a oreja.
Había veces que hasta podía saludar con un “buenos días María”, “buenas, tardes don Antonio, ¿cómo está usted? y doña Carmen, ¿ha salido ya del hospital?”.
“Catalina, ¿no se olvida usted de los kiwis que se toma cada mañana?”. “Fátima, ¿qué tal está el pequeño Ahmed? Sí, mira, el cuscús lo tienes al fondo, a la izquierda, es que hemos cambiado de sitio algunas cosas con el lío este del bicho».
Había veces que tenía suerte y esas almas amables, que conocía después de algunos años, hacían cola para pasar por su caja y, entre pitido y pitido, charlar fugazmente.
¡Entonces se sentía tan afortunada!
Pero sobre todo cuando Madrid se arrancaba cada día a las ocho en un ruidoso aplauso que le recordaba que su confinamiento en el supermercado había terminado por ese día. Entonces era libre de ir «dónde quisiera»…
De tomarse su cañita con las amigas del colegio en el pub de moda: Zoom. De comprar una entrada en primera fila para asistir por enésima vez a la función de Hija 1 “Let it go, let it gooooo” y disfrutar de una puesta en escena brutal, a base de sillas y toallas como telón…
También podía meter los pies en el mar y juguetear con las olas azul seda de su fular que, Hija 2 había convertido en el mismísimo mar Mediterráneo.
Después de ocho horas de confinamiento, tocaba salir y respirar el aire más puro que existe: el de las caricias y el hogar.
Se miró en el espejo del ascensor las ojeras grises y las canas cansadas.
Se quitó los guantes y la mascarilla antialegría. Sacó con cuidado del bolsillo un trozo de tela azul con un unicornio pintado y dos agujeritos en los laterales por los cuales se deslizaba un cordel dorado. Se tapó nariz y boca y ató los extremos brillantes como pudo.
Entonces sí, como cada día, abrió la puerta de casa.
Dos bocas sonrientes la fueron a recibir saltando en la distancia, todavía sin espachurrarla como harían después.
“Mamá, ¡¡qué bien te queda nuestra mascarilla!! Esta noche pondremos más purpurina al unicornio. ¡Así serás invencible!”
“¡Soy invencible!”, repitió suave mientras empezaba con su desinfección diaria de tristeza.