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9 de marzo

Día 9 de marzo, hoy es el Día de la Mujer.
Día 10, 11 y 12 de marzo. También.
Todos los días.

Hoy es el Día de María, Noa, Angelines, Laura, Sheila, Nuria, Leticia, Carmen, Ana, Inés, Domitila, Eva, Encarna, Soledad, Consuelo, Marcelina, Abril, Vega, Raquel y tantas.

Y tantas. Y muchas más. Y muchas, MUCHAS que no están.
Hoy el autobús verde de la EMT de Madrid que va a la periferia norte va lleno de mujeres, como todos los días.
Mujeres cuidadoras, la mayoría de otros lugares, del Este, de Latinoamérica. Mujeres del mundo.
Puedes montarte en ese autobús, observar y encontrar el título perfecto para ese libro que desvela (con datos empíricos ) la desigualdad del planeta titulado «Atlas de las mujeres del mundo».

Son mujeres cuidadoras, limpiadoras… Vamos, el 80% de los cuidados de un país. Ese país que se escribe en femenino (también) y que hace que todo esto que ves, haya funcionado jodid*mente bien hoy.
O que haya funcionado sin más. Aunque nos hayan emborronado un mural, aunque manchen los símbolos y las palabras.

Hoy ese autobús ha permitido que Sandra se haya podido subir a sus tacones o que Celia se haya calzado sus deportivas y Victoria sus zuecos.

En ese autobús a veces las acompañan niños pequeños, si es en el horario de las 7, ten por seguro que son sus hijos que, por algún motivo, no tienen cole o tienen que estar con ellas en su jornada de trabajo. No pasa mucho, pero pasa. Y ahí van, recibiendo instrucciones, totalmente somnolientos, porque llevan ya un buen rato de trayecto.

Si es en el autobús azul, el de las cinco de la tarde o te las encuentras en el parque, no son sus hijos. Son los de los demás. Los demás que andamos trabajando. El engranaje perfecto. O no.

No sé si Carmela iba en autobús o no hace 45 años cuando llegó a Madrid a limpiar casas o cómo escapó Purificación de un pueblo de La Mancha para trabajar en los hoteles de Alicante en la temporada de verano. Tampoco sé cómo hacía Antonia hace 60 años para amamantar los hijos de otros y mandar a sus hijas al colegio entre la nieve.

Sí sé que por ellas, por su esfuerzo y su lucha sin colores y sin política estamos las demás aquí.

Por sus madrugones, por sus manos con sabañones recogiendo la aceituna en invierno. Por sus faltas de ortografía, bellísimas faltas, esas que llevas en el corazón y que tendríamos que enmarcar para siempre, porque son patria y son raíces.

Porque son las nuestras y encierran toda la sabiduría que necesitamos hoy: esa que no está en los libros, esa que está en la palabra oral transmitida de unas a otras.
Benditas curiosas, benditas inquietas, benditas luchadoras.
No sabían gritar – o no podían- no levantaban el puño en señal de lucha y cartel, pero sí apretaban manos y dientes y… venga, otro día más.
A las calles.

Por eso algunas de esas hijas, de esas madres y de esas abuelas hemos sido primera generación de universitarias o al menos hemos tenido la oportunidad.
Otras ni eso.
Porque aquellas que, a duras penas habían vislumbrado la escuela, no querían dejar más herencia que «una educación» y, «si se puede, que hagan una carrera».
Porque ellas ya sabían de qué iba todo esto. Que toda la riqueza del mundo y toda la que nos podían dar no era en monedas que se gastan o nos roban. Porque sabían que con educación, tendríamos parte del camino menos cuesta arriba.
Tendríamos dignidad y libertad. Libertad de elección.
Porque tal vez no se trate de otra cosa, sino de conocer mucho para elegir bien o mal, pero elegir nosotras.

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