El vestido azul
El día que murió papá yo llevaba puesto un vestido azul espectacular.
Perdón, rebobinemos. La tarde en la que me llamaron para decirme que papá había muerto, yo llevaba un vestido azul, tan bonito como una tarde de verano y tan inapropiado como la muerte.
Recuerdo, que mientras intentaba concentrarme en las indicaciones prácticas que me daban al otro lado del teléfono, mi cabeza solo me gritaba una y otra que debía cambiarme de ropa cuanto antes.
Es curioso como somos capaces de sepultar las emociones más fuertes con pensamientos absurdos de color azul.
Mi mente iba a mil por hora repasando, en un rally ansioso, el recorrido que tendría que hacer del trabajo al metro, del metro a casa y, allí, a mi dormitorio, donde se produciría ese momento salvador en el que abriría el armario y elegiría, al fin, un vestuario sobrio y acorde.
La muerte de papá, de repente, parecía resolverse eliminando de un plumazo el dichoso vestido azul.
Con el tiempo he pensado que tal vez papá hubiera preferido verme radiante de azulinidad vibrante, aunque triste y llorosa, en lugar de gris y sobria. No lo sé. Tampoco sé qué hubieran pensado los demás.
Ahora, que ha pasado tanto tiempo de aquello y que hemos vivido otras despedidas, pienso en todos los que nos han dejado y cómo les gustaría que nos comiéramos la vida:
A bocados.
Estoy segura de que nos dirían que dejemos la sobriedad a un lado y que nos emborrachemos de vida.
Estoy segura de que les encantaría vernos con un vestido tan azul.
…
El otro día, después de tantos años, haciendo un «Marie Kondo», apareció el vestido y, aunque ya no me vale, lo he vuelto a colgar en el armario en un lugar bien visible.
Para recordarme que siempre tenemos que tener a mano un vestido azul y una tarde de verano.