Sabores de primeros de noviembre
Para mí y seguro que para muchos de vosotros, Halloween y las calabazas adornadas, las tazas humeantes, los jerséis mullidos y ese color cálido y ocre son unos recién llegados a nuestros noviembres.
Muchos recordamos la preparación de ese primero de noviembre, si había suerte, con huesos de santo y buñuelos, pero sobre todo con la humedad incómoda de las botas y la muerte.
Con el olor característico de los crisantemos, repudiados más allá de estos días.
Esas velas que titubean en la madrugada del 1 de noviembre, sin truco, ni trato alguno que pueda traernos a los que no están.
Muchas velas, demasiadas este año.
Puedes aprehender ese olor a primero de noviembre del que hablo, si cuando escuchas en un pueblo de La Mancha que alguien necesita un pincel, sabes que es para las letras de las lápidas y no para plasmar sus dotes artísticas.
Sabes que noviembre acecha cuando tus mayores te llaman semanas antes para cumplir el deber sagrado de dar color con flores y limpieza al cementerio. Y te quejas. Y ojalá pudieras quejarte este año, porque tal vez no has recibido esa llamada o ni siquiera podrás ir a quitar hojarasca y sentir el frío en tus pies.
Podemos abrazar nuevas celebraciones, pero sin olvidar todo aquello que nos trajo hasta aquí.
Podemos convertir noviembre en una nostalgia bonita y naranja. Pero sin olvidar todos sus sabores y olores.
Porque noviembre sabe a castañas y manzanas asadas.
Huele a leña. A sopas de ajo.
A luna de noviembre, que no de miel, en París, Estambul o Sevilla.
A cumpleaños de 94 vueltas al sol.
A calabaza y hojas secas bajo los pies.
Sabe a luto y tristeza. Es cementerio y flores de plástico. No hay chuches.
Así que… Regalemos flores en vida.