¿A qué sabe el verano?
A tomates con sal.
A ese mordisco genuino que sabes bien cuál es y que ahora, solo a veces, reconoces como un destello fugaz en tu boca. Esa explosión de sabor y sol que solo tiene un nombre: verano.
Esas cenas en el patio de los abuelos siguiendo una estricta dieta de rin-ran manchego, mojando pan como si no hubiera mañana y comiendo tortilla con pimientos fritos.
Es chorrear helado diario y vida por los codos.
Es sujetar el manillar de la bici con una mano y con la otra sorber un flash congelado como si quisieras apurar de golpe todos tus sueños. Pero siempre quedan más, siempre hay un nuevo tubito alargado y de color vivo esperándote.
El verano sabe a esas carreras por el pueblo saliendo de la piscina para llegar a tiempo y comer los macarrones con queso de la abuela.
Sabe a los batidos de colacao con espuma y grumos que masticas a media noche mirando un cielo que anuncia lluvia de estrellas. Nunca ves nada, pero te quedas dormida habiendo pedido mil deseos.
El verano sabe a bocatas de mezclas infames como son mortadela y fuagrás o nocilla con chorizo. Porque el verano sabe a experimentos, a despertar, a siestas y granizados.
A comer cerezas crujientes con los pies descalzos. Al primer mordisco de sandía con pipos negros que, como diría Jesús Terrés, contiene toda la promesa de muchos días a estrenar.
También a sal y lágrimas por los que se fueron en un día estival.
Sabe a viajes, espetos y vinhos en Lisboa.
A besos en Plaza España y en el Paseo del Prado, a fiordo o mar, a toboganes entre montañas, a besos-mancha después del biberón.
A manos de dedos menudos.
A comienzos.
A una noche de verano.