Dos más dos igual a tres
Cuanto más se restregaba la palma de la mano aún enrojecida, más odio sentía hacia Don Eustaquio. Sin embargo, el reglazo, ese golpe seco, que el maestro le había propinado sin piedad delante de toda la clase, le dolía menos que la quemazón que sentía todavía en el estómago recordando a la chiquillería reír y gritar “¡¡Tomás no sabe contar, Tomás no sabe contar!!” .
– Dos más dos- instigaba el profesor- ¡¡vamos, suma ya!!
La tiza se resbalaba débil sobre el encerado garabateando un tres burlón, mientras el niño intentaba contar torpemente con los dedos detrás de su espalda…
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– ¡A cenar!
El grito exasperado de su madre desde la cocina, acabó con su ensimismamiento. Tomás se dejó caer en la silla de enea exhausto mientras su padre se limpiaba el sudor con un pañuelo y miraba una fuente de sardinas fritas que su mujer, de mala gana, dejaba en la mesa.
– Necesito dinero, mañana iré al mercado. La alacena está vacía -la mujer seguía hablando ante el silencio furibundo del marido – No me fían nada, ni siquiera «encaAntonia»- volvió a escupir.
– ¡Niña por Dios, arrímate a la mesa! vas a tirar todo- cortó la voz ronca del padre zarandeando del brazo a una niña menuda de ojos huidizos.
Tomás reparó en su hermana pequeña. Esa cursi relamida que no tenía que levantarse a las cinco de la mañana para cortar tomates y lechugas para otros antes de ir a la escuela. Esa mocosa limpia y aseada que miraba escandalizada a su hermano cuando este se limpiaba las uñas negras con un alfiler. Aquella con la que tenía que compartir todo mientras sus tripas aullaban.
-Tomás, no seas egoísta y deja para tu hermana -sentenció la madre ante la mirada devoradora del niño- hay tres por barba, ni más ni menos.
El pequeño granuja asintió hambriento masticando con fruición las sardinas y limpiando con dientes de cirujano sus espinas. Fue entonces cuando la cantinela de “Tomás no sabe contar” y el rugido de su estómago irrumpieron en su mente alzándose en una sola voz.
Tomás cogió una cuarta sardina, temeroso y, sin pensárselo dos veces, la engulló sintiendo con placer cómo sus raspas le arañaran la garganta, la tráquea e imaginando que su estómago y la chiquillería gritaban un poco menos.
Miró con satisfacción cruel su plato, desafiantes reposaban sólo tres esqueletos.
– ¿Qué habéis aprendido hoy en la escuela?
Tomás gritó: “Dos más dos igual a tres”.